martes, 1 de octubre de 2013

Capitulo 15 - Cosas que pasan en los centros comerciales I



<< Cosas que pasan en los centros comerciales I >>

Lucecillas de todos los colores posibles parpadeaban desde árboles, carteles y escaparates. Frondosos abetos navideños se extendían por las aceras. Los niños chillaban alegres, correteando por las calles. Los abuelos se sentaban en los bancos del paseo, agotados tras varias horas de caminata, y algunos jóvenes se picaban con las motos, derrapando por la calzada. Y allí, entre aquel armonioso paisaje navideño impregnado de felicidad, caminaban tres jóvenes tremendamente diferentes entre sí con la esperanza de encontrar los regalos para sus familias. 
—¿Falta mucho? —preguntó Marcus, y se encendió el séptimo cigarro en un tiempo récord de apenas media hora. 
—Ya casi estamos —contestó _____. 
_____ se sentía agobiada aun antes de empezar. A la derecha caminaba su hermano; las rastas se alzaban arriba y abajo al compás de sus pasos. A la izquierda se encontraba Harry, que miraba alrededor con los ojos bien abiertos, a la espera de descubrir, seguramente, la tienda más cara de toda la ciudad. Supo de antemano que iba a ser un día largo, demasiado largo. 
—Esto es un asco —se quejó el inglés. 
Ya estaba tardando. _____ casi agradeció escuchar sus protestas, pues empezaba a pensar que algo raro le ocurría. Le ignoró, sintiéndose más tranquila. 
—A mí tampoco me gusta ir de tiendas —añadió Marcus. 
Harry arrugó la nariz. 
—No lo decía por eso —aclaró—, es solo que todas estas tiendas parecen de segunda mano. —Se paró frente a un escaparate y señaló una bonita camisa a cuadros que costaba cincuenta y siete dólares—. ¿Ves?, ¿de qué mierda está hecha para que sea tan barata? Seguro que destroza e irrita la piel. 
—¿Es que pretendes que la gente se gaste el sueldo del mes en una camisa? 
_____ se cruzó de brazos. Marcus se quedó atrás, acariciando a un alegre perro que pasaba a su lado. 
—Que ganen más, ¿a mí qué me cuentas? —replicó, frunciendo el ceño—. Solo mis calzoncillos ya son más caros que esa prenda —añadió Harry. 
_____ rió. 
—¿Tus calzoncillos valen sesenta dólares? 
—He dicho que más, sorda. Unos cien dólares. 
—¿Es que tus partes íntimas son de oro o qué? 
—Eh, no hables de esas cosas. —Harry sintió cómo comenzaba a sonrojarse levemente, avergonzado. _____ era demasiado descarada para su gusto. 
—¡Oh, tienes la cara roja! —Le señaló, todavía riendo. 
Harry la miró asqueado. 
—¡Pues mira, sí, mis partes íntimas son tan valiosas para mí como para protegerlas con un buen material! 
Marcus se despidió del perro y se acercó a ellos, sonriente tras el último comentario, pero sobre todo curioso. 
—¿Con qué las proteges? 
—Con calzoncillos, como todo el mundo, pero de seda. Son exclusivos y me los traen de Italia. 
—Ah. —Marcus le miró sin saber qué decir—. Yo no uso ropa interior. 
Los tres guardaron un incómodo silencio. Se miraron fijamente unos instantes. Intentando olvidar las palabras de Marcus, avanzaron despacio entre el gentío, más callados que antes y quizá más pensativos. 
Harry procuraba esquivar la cantidad de obstáculos que se cruzaban a su paso. Niños en monopatín —sin casco ni rodilleras—; ancianos que apenas avanzaban tres centímetros por minuto; señoras locas por las compras, que parecían conocer aquel centro comercial mucho mejor que él… Se giró hacia _____. 
—¿Qué piensas comprarles a tus padres? —le preguntó. 
—No sé —Se encogió de hombros—, a mamá quizá unos pendientes, y creo que papá necesita alguna corbata para el trabajo. 
Harry torció el gesto. 
—¿Solo eso? 
—¿Acaso pretendes que me hipoteque a los diecisiete para contentarlos? —Bufó, hastiada—. El amor se demuestra de otros modos. 
—¿De veras? 
—¡Claro! Pasando tiempo juntos, en familia, por ejemplo. —Sonrió, sacudiendo felizmente las manos.
Harry apretó fuertemente los labios. ¿Pasando tiempo… juntos? Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había pasado unos días con sus padres. Algunas imágenes difusas le vinieron a la memoria. Probablemente el día que nació todos estuvieran en la misma habitación y, además, cuando cumplía años siempre comían juntos en el mejor restaurante de Londres. Sonrió, algo más relajado y satisfecho. 
—¿Y a mí me vas a comprar algo? 
—Es una broma, ¿verdad? —_____ dejó de caminar y se cruzó de brazos. 
Marcus rió tontamente. 
—Hombre, tía, después de dormir juntitos algún detalle tendrás que tener con el chaval, ¿no? 
_____ cerró los ojos y respiró hondo. 
—Marcus, haz el favor de no llamarme «tía». 
—¡Joder, vale, tía, vale! —Alzó las manos en son de paz. 
—Entonces, ¿no pensabas comprarme nada? —gritó Harry, dolido—. ¡Pero cómo puedes ser tan rácana! ¡Yo incluso ya tenía pensado tu regalo…! ¡Estamos en Navidad, _____! 
—Está bien, está bien. —Suspiró—. Si cierras la boca, prometo que te compraré alguna chorrada. 
Se volvió decidida y reemprendió la marcha. Marcus, rezagado, se quedó embobado con los ojos fijos en el escaparate de una papelería. Harry rió por lo bajo. 
—¿Piensas deleitar a tus padres con unos lapiceros? ¡Qué original! —farfulló, malicioso. 
—¡Marcus! —_____ ignoró a Harry y llamó a su hermano—. ¡Vamos, qué haces ahí parado! 
Marcus curvó los labios lentamente hacia arriba. 
—He tenido una idea fantástica —explicó—. Vosotros id de compras, nos encontramos dentro de dos horas en el Café Shoquin. 
—Pero ¿qué narices piensas hacer? 
_____ había procurado planificar bien aquel horrible día de compras, y justo antes de que empezara, sus planes ya comenzaban a trastocarse. Tenía un regalo más que comprar, y su hermano la abandonaba dejándola a solas con un obsesivo compulsivo. 
—Es una sorpresa, luego veréis.
Y se internó en la papelería a paso lento y desganado, como de costumbre. Harry siguió caminando, satisfecho por haber perdido de vista al Mendigo. Miró a la joven, sonriente. 
—¿Sabes a quién se parece tu hermano? 
—Sorpréndeme, ¡oh, maravilloso ser divino omnipotente que todo lo sabe! —musitó, irónica. 
—A Bob Marley. Es como su gemelo; incluso tienen aficiones comunes. —Esquivó a un crío que degustaba un enorme trozo de turrón—. Lo vimos en clase de Educación Cívica. 
—¿Qué? 
—Sí. Era el ejemplo exacto de lo que no debíamos llegar a ser —sonrió—, y también ojeamos la biografía de Sid Vicius; el loco de los Sex Pistols era otro de los que estaban en la lista negra. 
Pero ¿a qué colegio iba aquel pobre desgraciado? Se llevó las manos a la cabeza, consternada. Ahora lo entendía. Seguramente ni siquiera era un colegio, sino una secta. Le observó cuando dejó de andar, absorto en el escaparate de una joyería. Visto así, de lejos y calladito, realmente no estaba nada mal. Es más, algunas de las chicas que pasaban por su lado le miraban pestañeando en exceso, coqueteando. Harry tenía un perfil algo afilado. Volvía a llevar el rubio cabello totalmente repeinado —como si se hubiese puesto brillantina—, pero _____ le había visto en plena borrachera, desarreglado, y sabía que aquella primera imagen de chico formal podría mejorar si se mostrase más desgarbado. Bajó la vista por su rostro y encontró sus labios, que, de un suave color melocotón, contrastaban con la palidez de su piel. Resopló, abochornada por recordar otra vez el estúpido beso bajo el muérdago, y sacudió la cabeza. 
—¿Qué haces ahí parado? —le chilló, cruzándose de brazos y adoptando su actitud habitual. 
—¿No querías también tú comprarle unos pendientes a tu madre? 
—Sí. Pero no en esta tienda, es demasiado cara. 
—Ya veo los límites que le pones al amor maternal. —Negó lentamente con uno de sus largos dedos, moviéndolo de derecha a izquierda—. Entremos. La mía sí se lo merece. 
_____ siguió sus pasos, asqueada. Una vez dentro, la dependienta, de unos cuarenta años de edad, le dirigió a ella una mirada de reproche, y a él, la mejor de sus sonrisas; seguramente se había fijado en que la camisa que llevaba era de una de las marcas más prestigiosas del planeta. 
—¿En qué puedo ayudarle?


—Buscaba un collar… —Harry ojeó el mostrador principal—, pero no se parece en nada a todo lo que veo aquí. 
La mujer arrugó la frente, mirando los productos. Después sus ojillos se clavaron en los de Harry y descubrió que acababa de encontrar al cliente idiota de turno que con una sola compra amortizaría todas sus Navidades. 
—¿Desea algo más… exclusivo? 
—Exacto. 
—Acompáñeme, por favor. 
_____ pestañeó, confundida. Los siguió hacia el interior de la joyería por un pasillo que no quedaba expuesto al público. Seguramente sería la primera y última vez que entraría allí. Tras abrir una compuerta, se encontraron en una habitación circular, repleta de estanterías con cajones cerrados con llave. La dependienta inspeccionó a _____ con desconfianza antes de abrir una de las cerraduras. El cajón se abrió y dejó a la vista collares de piedras tan brillantes que casi dañaban la vista. Harry se inclinó levemente para echarles un vistazo. 
—Me gusta ese. —Señaló uno del que colgaba una pequeña piedra verde. 
—Buena elección. Está hecho de oro blanco de gran calidad, y la piedra que ve es casi imposible de encontrar. 
_____ también lo ojeó, y por poco se desmaya al descubrir el precio anotado en un pequeño papelito blanco, bajo el colgante. 
—¡Pero si es un robo! —gritó, sin poder contenerse—. ¡Con lo que vale este collar se podría erradicar el hambre de media África! 
Harry se acercó a ella, molesto, y le dio un codazo. 
—Calla de una vez, Basurera, estás haciéndome quedar en ridículo. —Sonrió y se dirigió de nuevo a la dependienta—. Me lo quedo. Cóbrese —añadió, al tiempo que le tendía la tarjeta de crédito—. ¡Ah!, y no escatime a la hora de envolverlo. Ya sabe, una cajita bañada en oro o algo parecido… 
—Por supuesto, señor, no se preocupe por eso. 
Abandonaron la habitación circular y Harry suspiró con orgullo, como si se hubiese quitado un peso de encima. _____, demasiado anonadada todavía para hablar, se mantuvo callada sin rechistar; casi se podía oír el rechinar de sus dientes, carcomida por la rabia. ¿Cómo podía gastarse semejante dineral en un simple regalo navideño? Y, lo más importante, ¿quién era realmente Harry, o de qué tipo de familia provenía? 
_____ observó ensimismada cómo la dependienta le devolvía al inglés la tarjeta de crédito y este la guardaba de nuevo en su maravillosa cartera negra de Gucci. Resopló asqueada. Tanta tontería zumbando a su alrededor lograba ponerla de mal humor. Harry, por el contrario, se mostraba satisfecho con la adquisición. Salieron poco después de la joyería y continuaron caminando por la avenida del centro comercial. 
—Pero ¿qué has hecho, animal? ¡Por algo así debería caerte cadena perpetua! 
Harry enarcó las cejas, confundido. 
—Pobre _____, las drogas la han dejado tonta… 
—¡Es demasiado dinero! Ninguna madre puede llegar a sentirse orgullosa de que su hijo le regale algo así —prosiguió, cabreada—, ¿por qué no le das otro destino, como alguna asociación benéfica? 
Harry soltó una brusca carcajada. 
—¡Ya sé lo que te pasa! —La señaló con el dedo índice—. Te pica el bichito de la envidia… —Volvió a reír—. Además, mis padres ya donan mucho dinero a ese tipo de organizaciones. 
—Eres asqueroso, Harry, eres… ¡insoportablemente cínico! No tienes remedio. 
Harry se detuvo y la miró dolido. Agitó la bolsita donde llevaba el collar, y _____ sintió deseos de matarle de una vez por todas. 
—La cuestión es… —Suspiró, meditando— que, te guste o no, pequeña amante de los vertederos, todavía tendremos que vernos las caras por narices durante más de veinte días, así que no deberías faltarme al respeto. Y te aseguro que no eres la única que en estos momentos piensa en el suicidio: yo también me lo empiezo a plantear. 
—Pero ¿cómo tienes la cara dura de hablar tú, precisamente tú, de la palabra respeto? ¡Si ni siquiera sabes lo que es! 
—¡Pues claro que lo sé! También lo he dado en clase de Educación Cívica. Y ahora deja de sermonearme. Me aburres. Cómprate un loro y enséñale la Constitución hasta que la recite de memoria. 
Y, con porte elegante, avanzó unos pasos acera abajo. _____ suspiró. Durante la última semana, exactamente desde la llegada del inglés, había tenido tantos nervios en el estómago que, al final, se manifestaban en una terrible incomodidad e incluso náuseas. Procuró aguantarle y no contestar a sus palabras. Aquel era el segundo plan: si no puedes con tu enemigo, ignóralo. 
Entraron en la zona de techo cubierto. Un árbol navideño, enorme y lleno de espumillones, se alzaba en el centro hasta casi el techo. En los laterales, numerosas tiendas mantenían sus puertas abiertas, de donde salían alegres notas musicales. Y, al fondo, sobre una tarima con dos elegantes doseles rojizos, un hombre disfrazado de Papá Noel contentaba a una gran cola de niños que se sentaban por turno en sus rodillas para pedirle sus regalos.


—Qué patético. —Harry señaló a Papá Noel—. Yo nunca creí en él, porque desde el primer día me advirtieron de que no era real. 
_____ tosió, alarmada. 
—Pero ¿qué clase de infancia has tenido tú, bicho raro? 
—¿Bicho raro? Deja de describirte tan detalladamente, _____. —Sonrió—. Yo entiendo a mis padres, haré lo mismo que ellos… ¿Por qué engañar a tus hijos si se supone que los quieres? Es un poco ruin —meditó—. Bueno, basta de rollos, vamos a buscar esa corbata para tu padre que en el futuro terminará irritándole la piel. 
—No irrita la piel. 
—Ya, claro. Otra que prefiere vivir en la mentira; eres como esos niños de ahí. 
Se movieron torpemente entre el gentío directos hacia una tienda de ropa. Y entonces un hombre que llevaba un extraño aparato en una de sus orejas y vestía de negro riguroso se interpuso en su camino. Apoyó las manos en los hombros de Harry, decidido. Este dio un pequeño saltó hacia atrás, temeroso de que fueran a atacarle. 
—¡Tenemos una emergencia! —gritó el hombre—. Papá Noel acaba de decirme que se encuentra mal, problemas intestinales. 
—¿Y a mí qué me cuenta? —farfulló Harry. 
—Necesitamos a un sustituto. 
_____ sonrió con aire malicioso, pues, de improviso, acababa de encontrar su esperada venganza. Se adelantó, interponiéndose entre los dos. 
—Estará encantado de hacerlo. Adora a los niños. 
—¿Qué? Pero ¿qué…? 
—¡Vale, no tenemos tiempo que perder! ¡Rápido, acompáñeme a los lavabos privados! —gritó el hombre de negro, cogiendo a Harry de la chaqueta y arrastrándolo mientras este forcejeaba confuso. 
—¡_____! Pero ¿qué está pasando? ¡Haz algo! 
Y lo hizo. Le siguió hasta los lavabos. Harry apenas tuvo tiempo de protestar de nuevo cuando llegó el Papá Noel que antes había estado con las rodillas atestadas de críos. 
—¡Gracias a Dios! Me muero por ir al baño… —susurró, acongojado—. Eres un ángel caído del cielo, muchacho.
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MARATON 2/4

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